Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, enero 5

Por un bocadito de carne...

A primera vista no es fácil darnos cuenta de la cantidad y calidad de la explotación animal por parte de los humanos. Ésta tiene lugar detrás de altos muros para que a los consumidores no se les quiten las ganas de comer carne, leche y huevos. 

Bien es verdad que vemos de vez en cuando informaciones en televisión y películas sobre las condiciones en las fábricas de animales, en los mataderos, durante el transporte de animales, etc., cuyo mal estado es rechazado rápidamente por la industria ganadera y los políticos con fórmulas estandarizadas para suavizar (“excepciones”, “falsificado”, “manipulado”, “no actual”, etc.) y tranquilizar así a los consumidores. Pero, si profundizamos en el tema como ciudadanos imparciales, nos damos cuenta rápidamente de cómo es en realidad la situación de los animales. Lo mejor es informarse a través de inspecciones personales al lugar de los hechos y por medio de películas. Los textos sólo pueden ofrecer una visión casi inofensiva del verdadero sufrimiento de los animales.  

El informe de la veterinaria Christiane M. Haupt sobre sus vivencias en la industria animal normal, donde realizó sus prácticas de estudiante, nos permiten hacernos una idea bastante clara. A continuación se ofrece sin abreviar    
(Fuente: http://www.vegetarismus.ch/heft/98-2/schlacht-en.htm):

“Por un bocadito de carne…”

‘Solamente se aceptan animales que hayan sido transportados siguiendo la normativa de protección de animales e identificados reglamentariamente’, pone en el letrero sobre la rampa de hormigón. Al final de la rampa hay un cerdo tieso y pálido, muerto. ‘Sí, algunos mueren ya durante el transporte. Colapso circulatorio.’ Qué suerte que me he traído la chaqueta vieja, aunque estamos a principios de Octubre hace un frío que pela, pero no tiemblo sólo por eso. 

Meto las manos en los bolsillos, me obligo a poner cara amable y a escuchar al director del matadero, que me está explicando que hace ya tiempo que no se les hacen más pruebas de salud a los animales, sólo una inspección. 700 cerdos al día, cómo sería posible. ‘De todas formas no están enfermos. Esos los enviaríamos en seguida de vuelta, y al distribuidor le costaría una buena multa. Eso lo hace una vez y nunca más’. Yo asiento con la cabeza por compromiso – aguantar, sólo aguantar, tienes que conseguir superar estos seis meses –, ¿qué pasa con los cerdos enfermos? ‘Para ellos hay un matadero especial’. Me entero de algunas cosas sobre la normativa de transporte y que hoy día se guarda muy estrictamente la protección de los animales. Estas palabras suenan macabras dichas en un lugar como éste. Mientras tanto, el camión de dos pisos se ha situado chirriando y resoplando en la rampa, por debajo de nosotros. En la oscuridad del amanecer apenas se aprecian los detalles; el escenario tiene algo de irreal y recuerda a los fantasmales informes de la guerra, a las filas grises de vagones llenas de caras pálidas y asustadas en las rampas de descarga, en las que la humillada masa humana es empujada por hombres armados. De pronto me encuentro en medio de aquello. Algo así sólo se sueña en pesadillas de las que se despierta una bañada en sudor: en medio de una niebla que se va extendiendo, a la fría y sucia media luz de este edificio repulsivo, de este bloque plano y anónimo de hormigón, acero y baldosas blancas, apartado al borde helado del bosque; aquí sucede lo inefable, de lo que nadie quiere saber nada.
Los chillidos es lo primero que oigo aquella mañana cuando llego para enfrentarme con estas prácticas obligatorias, cuyo rechazo hubiera significado perder cinco años de carrera y el fracaso de todos mis planes para el futuro. 

Pero todo en mí – cada fibra, cada pensamiento – es rechazo, es repugnancia y horror y la conciencia de una impotencia insuperable. Tener que mirar, no poder hacer nada, y te obligan a participar, a ponerte chorreando de sangre. Ya desde lejos, cuando me bajo del autobús, me alcanzan los chillidos de los cerdos como puñaladas. Seis meses van a retumbarme en los oídos, hora tras hora, sin pausa. Tengo que aguantar. Para ti llegará un momento en que acabe, para los animales nunca. 

Algo así sólo se sueña en pesadillas, de las que se despierta una bañada en sudor. Un patio pelado, algunos camiones de transporte de vacas, cerdos abiertos en canal colgados de un gancho ante una puerta con luz cegadora. Todo escrupulosamente limpio. Esta es la puerta principal. Busco la entrada, que está por un lado. Dos camiones de transporte pasan por mi lado; faros amarillos en la bruma matinal. Una luz débil alumbra mi camino. Las ventanas están iluminadas. Unos cuantos escalones y ya estoy dentro. A partir de ahora todo está enlosetado de blanco. No se ve ni un alma. Un pasillo blanco – los vestuarios de mujeres. Son casi las siete, me cambio de ropa: blanco, blanco, blanco. El casco prestado baila grotescamente sobre mis pelos lacios. Las botas son demasiado grandes. Vuelvo al pasillo arrastrando los pies, casi choco con el veterinario de turno. Saludos de cortesía. ‘Soy la nueva becaria’. Y antes de que empiece todo, las formalidades. “Póngase algo caliente, vaya al director y dele su certificado médico. El Dr. XX le dirá dónde tiene que empezar’.

El director es un señor jovial que me habla de los viejos tiempos, cuando el matadero aún no estaba privatizado. Desgraciadamente deja de hablar de esto y decide servirme de guía personalmente, y así llego a la rampa. A mano derecha cuadrados de hormigón pelado rodeados de barras de acero heladas. Algunos están ya llenos de cerdos. ‘Aquí empezamos a las cinco de la mañana’. 

Empujones, disputas por aquí y por allí, algunos hocicos curiosos asoman de las jaulas, ojos pícaros, otros inquietos y confusos. Una gran cerda se abalanza obstinada contra otra; el director agarra un palo y le pega varias veces en la cabeza. ‘Si no se muerden a lo bestia’. Abajo el camión ha abierto la puerta de madera, los cerdos de delante retroceden asustados ante el puente tambaleante y empinado, pero desde atrás están empujando porque un controlador se ha subido al camión y reparte fuertes latigazos con una manguera de goma. Más tarde no me sorprendo de los numerosos verdugones rojos en los cerdos abiertos en canal.

‘Entre tanto ya se ha prohibido el palo eléctrico para los cerdos’, me informa el director. Algunos animales arriesgan sus primeros pasos tropezando e inseguros, los otros les siguen, uno se resbala y mete la pata entre la puerta y la rampa, se levanta y sigue cojeando. Abajo se vuelven a reunir entre barras de acero, que les llevan inevitablemente a un corredor aún vacío. 

Cada vez que llegan a una esquina se acumulan los cerdos de delante, se produce un atasco y el controlador maldice furioso y aporrea a los de detrás, que intentan saltar, en pánico, sobre sus compañeros de desgracias. El director sacude la cabeza. ‘Majara. Completamente majara. ¡Cuántas veces he dicho que no sirve de nada pegarles a los de atrás!’ Mientras sigo observando inmóvil este espectáculo – nada es verdad, estás soñando –, se vuelve el director y saluda al conductor de otro camión, que ha aparcado al lado del anterior y se está preparando para descargar. De por qué en este caso todo se desarrolla mucho más rápido y a la vez con muchos más chillidos me doy cuenta cuando aparece un segundo hombre en la zona de carga por detrás de los cerdos, que se levantan a trompicones, pues lo que no va lo suficientemente rápido se soluciona con electroshocks. Miro fijamente al hombre, luego al director, pero éste sacude por segunda vez la cabeza: ‘¡Oiga, ya sabe que eso está prohibido para los cerdos!’. El hombre mira incrédulo y se mete el aparato en el bolsillo.

Algo me empuja por detrás, a la altura de las rodillas. Me doy la vuelta y miro en sus dos ojos despiertos, azules. Conozco a muchos amigos de los animales entusiasmados con los ojos tan llenos de vida de los gatos, la mirada tan fiel de los perros – ¿quién habla de la inteligencia y la curiosidad en los ojos de un cerdo? Pronto voy a conocer estos ojos de otra manera: gritando mudos de miedo, apáticos por el dolor y luego sin vista, rotos, sacados de sus órbitas, rodando por el suelo cubierto de sangre. Me asalta un pensamiento penetrante que en las semanas siguientes repetiré cientos de veces: comer carne es un crimen, un crimen ...  

Después, una vuelta corta por el matadero, empezando por la sala de descanso. Una ventana frontal abierta a la nave de matanza, en una hilera interminable pasan cerdos abiertos en canal colgando en cadena, lívidos y ensangrentados. Allí hay dos empleados desayunando sin prestarle atención. Bocadillos de mortadela. Sus batas blancas están manchadas de sangre, de la suela de una bota de goma cuelga un jirón de carne. El ruido inhumano, que poco después va a ensordecerme cuando me llevan a la nave de matanza, está aquí amortiguado. Retrocedo porque un cerdo abierto en canal pasa a toda velocidad cerca de la esquina estampándose contra el siguiente. Me ha tocado, caliente y flácido. No puede ser verdad – esto es absurdo – imposible.

Todo se me desmorona. Chillidos agudos. El chirrido de las máquinas. El golpeteo metálico. El hedor penetrante a pelos quemados y piel chamuscada. El vapor de la sangre y el agua caliente. Risas, llamadas despreocupadas. Cuchillos brillantes, ganchos atravesando tendones, de ellos cuelgan mitades de animales sin ojos y con músculos que se contraen. Pedazos de carne y órganos que caen chapoteando en un canalón lleno de sangre, de tal modo que el repugnante caldo me salpica. Grasientas fibras de carne sobre el suelo resbaloso. Personas de blanco por cuyos delantales chorrea la sangre, caras bajo los cascos o las gorras como las que una se encuentra en todas partes: en el metro, en el cine, en el supermercado. Instintivamente se espera una a un monstruo, pero es el abuelete simpático del piso de al lado, el jovenzuelo de la calle, el pulcro señor del banco. Me saludan amablemente. El director me enseña rápidamente la nave de matanza de las vacas, que hoy está vacía (“¡a las vacas les toca los martes!”), luego me pone en manos de una señora y se va rápidamente, tiene cosas que hacer. ‘La nave de matanza puede mirarla usted misma con toda tranquilidad’. Necesito más de tres semanas para atreverme a hacerlo.

El primer día me conceden un plazo de gracia. Estoy sentada en una habitación pequeña junto a la sala de descanso y durante varias horas pico pedacitos de carne de un cubo de pruebas, que una mano ensangrentada se encarga de rellenar regularmente. Cada pedacito es un animal. Luego hacen porciones que son trituradas, mezcladas con ácido clorhídrico y cocidas para la prueba de la triquina. La mujer me lo enseña todo. Nunca se encuentra triquina, pero es el reglamento.
 
A la mañana siguiente me convierto en parte de la enorme maquinaria de despiece. Una rápida instrucción – ‘Aquí tiene que quitar el resto del aro de la faringe y cortar los ganglios linfáticos mandibulares. A veces cuelga aún una uña en la pezuña, eso también hay que quitarlo’ – y me pongo a cortar, hay que ir rápido, la cinta transportadora sigue corriendo y corriendo. Por encima de mí despedazan a otros cadáveres. Si el compañero trabaja con mucho ímpetu o en el canalón delante de mí se acumula demasiado líquido sangriento, la papilla me salpica hasta la cara. Intento ir a otro lado para evitarlo, pero allí están despedazando cerdos con una enorme sierra que escupe agua; es imposible estar aquí sin ponerse una empapada hasta los huesos. Aprieto los dientes y sigo cortando en pedazos, todavía tengo que darme demasiada prisa como para poder pensar en todo este horror, además tengo que poner muchísimo cuidado de no cortarme un dedo. 

Al día siguiente cojo prestados unos guantes de trabajo de una compañera de estudios que ya ha superado todo esto. Y dejo de contar los cerdos que pasan chorreando por mi lado. También dejo pronto de usar guantes de goma. Es realmente espantoso revolver en los cadáveres calientes con las manos desnudas, pero como al final acabas pringada hasta los hombros, la mezcla pegajosa de líquidos corporales se te mete en los guantes, así que se los puede ahorrar una. ¿Para qué hacen películas de terror si ya existe esto?

Pronto se desafila el cuchillo: ‘¡Démelo – yo se lo afilo!’ El abuelete simpático, en realidad un veterano inspector de matadero, me hace un guiño. Una vez me ha devuelto el cuchillo afilado charla un poco, me cuenta un chiste y vuelve al trabajo. A partir de entonces me toma un poco bajo su protección y me enseña un pequeño truco que hace más fácil el trabajo en cadena. ‘¿A usted no le gusta todo esto, verdad? Ya lo veo. Pero hay que pasar por esto.’ No puedo encontrarlo antipático, él se esfuerza mucho por animarme un poco. También la mayoría de los otros se esfuerzan por ayudarme: por supuesto que se ríen de los muchos practicantes que pasan por aquí y que al principio hacen su trabajo asustados y luego continúan con los dientes apretados. Pero lo hacen sin mala intención, no hay mala leche. Esto me hace pensar que – quitando algunas excepciones – no considero en absoluto que la gente que trabaja aquí sean monstruos, solamente se han embrutecido, como me pasaría a mí con el tiempo. 

Eso es autoprotección. No, los auténticos monstruos son todos los otros que encargan a diario este asesinato en masa, que con su ansia de comer carne obligan a los animales a una existencia miserable y a un final aún más miserable – y a otras personas a un trabajo humillante y embrutecedor.

Poco a poco me voy convirtiendo en una pequeña ruedecita de este monstruoso mecanismo de la muerte. Llega un momento en el que, en el transcurso de las interminables horas, los movimientos monótonos se hacen mecánicos y agotadores. Casi ahogada por la cacofonía ensordecedora y el indescriptible horror presente por todas partes, la razón toma el mando, se impone sobre los sentidos abotargados y empieza a funcionar de nuevo. Discierne, ordena, intenta comprender, pero es imposible.
 
Cuando me doy cuenta conscientemente por primera vez – el segundo o tercer día – de que los cerdos desangrados, quemados y aserrados todavía se contraen y menean la colita, me quedo petrificada. ‘Oiga – todavía se mueven...’, le digo a un veterinario que pasa por allí, aunque ya sé que se trata sólo de contracciones nerviosas. Él sonríe irónicamente: ‘¡Maldición, alguien ha vuelto a cometer un error – no está completamente muerto!’ Un pulso fantasmal hace temblar a los cerdos abiertos en canal, por todas partes. Un gabinete del horror. Me quedo helada hasta la médula. 

Una vez en casa me tumbo en la cama y me quedo mirando fijamente al techo. Horas y horas. Todos los días. Mi entorno reacciona con irritación. ‘No pongas esa cara de pocos amigos. Sonríe. Tú querías ser veterinaria por encima de todo.’ Veterinaria, no matarife. No puedo soportarlo más. Estos comentarios. 
Esta indiferencia. Esta naturalidad con que se acepta la muerte. 

Quisiera hablar, tengo que hablar, sacar lo que llevo dentro. Me ahogo. Quisiera hablar del cerdo que no podía seguir andando y estaba ahí tirado con las patas abiertas, y le dieron patadas y golpes hasta que lo metieron a palos en la celda de matanza. Más tarde lo examiné cuando pasó colgando a mi lado troceado: a ambos lados de los muslos tenía desgarres musculares. Fue el número 530 de las matanzas de aquel día, nunca olvidaré esta cifra. Quisiera hablar de los días en que sacrificaban a las vacas, de los mansos ojos castaños tan llenos de miedo. De los intentos de huida, de todos los golpes y maldiciones hasta que el pobre animal estaba preparado para recibir la descarga eléctrica en las jaulas de hierro con vista panorámica a la nave donde sus congéneres estaban siendo despellejados y descuartizados, – y entonces la descarga mortal, a continuación la cadena en la pata trasera, levantando al animal que cocea y se retuerce, mientras que en la parte de abajo ya le están separando la cabeza del cuerpo. Y lanzando chorros de sangre y sin cabeza, el cuerpo sigue encabritándose, las piernas se retuercen... Hablar sobre el ruido espantoso que hace la piel al ser arrancada del cuerpo, sobre los movimientos automáticos de los dedos del desollador al sacar los ojos de las órbitas – los ojos torcidos, rojos, saltados – y los arroja a un agujero que hay en el suelo, por el que desaparecen los “deshechos”. Hablar de la rampa de aluminio a la que van a parar todas las vísceras que son arrancadas de los enormes cadáveres decapitados y que – exceptuando el hígado, el corazón los pulmones y la lengua, aptos para el consumo – desaparecen por una especie de tragadero de basura.

Quisiera contar que una y otra vez se podía encontrar un útero preñado en esta montaña sangrienta y pegajosa; que he encontrado pequeños fetos de todos los tamaños con aspecto de terneritos completos, delicados y desnudos y con los ojos cerrados, en su protectora bolsa amniótica que no pudo protegerlos – el más pequeño era tan diminuto como un gatito recién nacido y sin embargo realmente una vaca en miniatura, el mayor con un vello suave, marrón y blanco, y con largas y sedosas pestañas, pocos días antes de su nacimiento. ‘¿No es un milagro lo que crea la naturaleza?’ dice el veterinario que está de guardia este día, y arroja el útero, incluido el feto, en el borboteante tragadero de basura. Y yo sé con seguridad que no puede existir Dios porque no cae ningún rayo del cielo para vengar este sacrilegio que sigue repitiéndose interminablemente.

Tampoco hay un Dios para la pobre vaca flaca que se estremece compulsivamente tirada en el pasillo helado y expuesto a las corrientes de aire delante de la celda de matanza, cuando llego a las siete de la mañana, ni nadie que se compadezca de ella dándole un rápido tiro. Cuando me voy por la tarde sigue allí tirada y se estremece: nadie la ha librado de su sufrimiento a pesar de las repetidas órdenes. Yo he aflojado el cabestro – clavado sin piedad en su carne – y le he acariciado la frente. Ella me mira con sus enormes ojos, y yo siento que las vacas pueden llorar. La culpa de tener que mirar un crimen sin poder hacer nada me pesa tanto como cometerlo. Me siento tan infinitamente culpable.
 
Mis manos, mi bata, mi delantal y mis botas están embadurnadas de la sangre de sus congéneres. He pasado horas debajo de la cinta transportadora, he cortado corazones, pulmones e hígados. ‘Con las vacas se pone uno siempre perdido’, acaban de advertirme. Esto es lo que quisiera contar para no tener que soportarlo sola, – pero en el fondo nadie quiere escucharlo. No es que durante este tiempo nadie me haya preguntado con frecuencia. ‘¿Qué tal en el matadero? ¡Uy, yo no podría!’ 

Con las uñas me grabo profundas medias lunas en la palma de la mano para no abofetear esas caras de lástima, o para no lanzar el teléfono por la ventana, – me gustaría gritar, pero hace tiempo que todo eso que contemplo día a día ha ahogado los gritos en mi garganta. Nadie me ha preguntado si yo puedo. Las reacciones a cualquier respuesta, por corta que sea, revelan malestar respecto a este tema. ’Sí, todo eso es horrible, y nosotros también comemos muy poca carne’. Con frecuencia me pinchan: ‘¡Aprieta los dientes, tienes que pasar por eso, y ya mismo estarás lista!’. Este es uno de los comentarios peores, más crueles e ignorantes, porque la masacre sigue, día a día. Yo creo que nadie ha entendido que mi problema no consiste tanto en sobrevivir los seis meses, sino en que existe este monstruoso asesinato en masa, a millones, existe para cada persona que come carne. Especialmente los comedores de carne que afirman ser amigos de los animales son para mí unos impostores de los que desconfío.

‘¡Para, que me quitas el hambre!’ También con cosas así me han hecho callar brutalmente, seguido de la comparación: ‘¡Eres una terrorista! ¡Cualquier persona normal se reiría de ti!’ Qué sola se siente una en esos momentos. De vez en cuando miro el pequeño feto de vaca que me traje a casa y conservo en formalina. Memento mori. Deja reír a las ‘personas normales’.
 
Cuando una está rodeada de tanta muerte violenta cambian las perspectivas; la propia vida parece infinitamente sin importancia. Llega un momento en que miro las filas anónimas de cerdos descuartizados, que se mueven por la nave en forma de meandros, y me pregunto: ¿Sería diferente si aquí colgaran personas? Sobre todo la anatomía trasera de los animales muertos, gorda y llena de granos y manchitas rojas, me recuerda desconcertantemente a esa masa grasienta que se sale de los estrechos bañadores en las playas de vacaciones. 

También los chillidos interminables de los cerdos, que resuenan en las naves de matanza cuando los cerdos presienten su muerte, podrían provenir de mujeres o niños. No hay más remedio que embrutecerse. Llega un momento en que sólo pienso que tiene que parar, tiene que parar, ojalá que sea rápido con las tenazas eléctricas para que acabe de una vez. ‘Muchos cerdos no dicen ni mu’ dijo una vez una de las veterinarias. ‘Sin embargo otros se levantan y se ponen a chillar sin motivo alguno.’  

También observo eso, – cómo se levantan y chillan ‘sin motivo alguno’. Ya he superado más de la mitad de las prácticas cuando por fin paso a la nave de matanza, para poder decir: ‘Lo he visto.’ Aquí acaba el camino que empieza en la rampa de descarga. El pasillo desnudo en el que desembocan todas las celdas se estrecha y una puerta lleva a la celda de espera, en la que caben cuatro o cinco cerdos. Si tuviera que representar gráficamente el concepto ‘miedo’, pintaría a los cerdos apiñados aquí tras la puerta cerrada, pintaría sus ojos. Ojos que jamás olvidaré. Ojos que deberían ver todos los que reclaman carne.

Con ayuda de una manguera de goma se separa a los cerdos. Uno de ellos es empujado hacia una celda que lo encajona por todos lados. El cerdo chilla, intenta en vano salir por donde había venido y con frecuencia el controlador no da abasto hasta que por fin consigue cerrar la celda con un cerrojo eléctrico. 

Pulsa un botón, el suelo de la celda es sustituido por una especie de trineo móvil en el que el cerdo se encuentra a horcajadas. Un segundo cerrojo se abre ante él y el trineo con el animal encima se desliza a una segunda celda. El matarife, que se encuentra al lado – yo siempre le he llamado en secreto ‘Frankenstein’ – coloca los electrodos; un dispositivo en tres puntos para aturdirle, como me explicó una vez el director. Se puede ver cómo el cerdo se encabrita en la celda, entonces desaparece el trineo y el cerdo va a parar a un tobogán lleno de sangre, y patalea. También aquí le espera un matarife, el cuchillo acierta bajo la pata delantera derecha, un aluvión de sangre oscura sale disparado, y el cuerpo sigue su recorrido. Segundos después una cadena de hierro se cierra a una de las patas traseras y levanta al animal. El suelo está cubierto de una capa de sangre coagulada de un centímetro de grosor, sobre él hay una botella de Coca-Cola manchada. El matarife deja su cuchillo, coge la botella y da un trago.
 
Yo sigo al ‘infierno’ a los cadáveres que se desangran balanceándose de un gancho. Así es como llamé a la sala siguiente. Es alta y negra, llena de hollín, hedor y fuego. Después de varias curvas por las que sigue corriendo la sangre, la fila de cerdos llega a una especie de horno enorme. Aquí les quitan los pelos. Los animales caen desde lo alto y son recogidos en un embudo, por donde se deslizan al interior de la máquina. 

Se puede mirar dentro. Se enciende el fuego, durante unos segundos los cuerpos son sacudidos y parecen bailar una grotesca danza. Al otro lado van a parar sobre una mesa, dos matarifes los agarran, les arrancan las cerdas que han quedado, les sacan los ojos y separan las uñas de las pezuñas. Esto sólo dura un momento, aquí se trabaja a destajo. Ganchos a través de los tendones de las patas traseras, los animales muertos cuelgan de nuevo y se deslizan a un marco de acero con una especie de lanzallamas: Se oye como un ladrido y el cuerpo del animal queda envuelto en llamas y es flameado durante unos segundos. La cinta transportadora vuelve a ponerse en movimiento, lleva a la segunda nave, – la nave en la que me había pasado tres semanas. Los órganos son sacados y trabajados sobre la cinta superior: se examina la lengua, se separan y tiran las amígdalas y el esófago, se cortan los ganglios linfáticos, los pulmones van a la basura, se abren la tráquea y el corazón, se toman pruebas de triquina, se extirpa la vesícula biliar y se hacen análisis de la presencia de gusanos en el hígado. Muchos cerdos están llenos de gusanos, sus hígados están infectados de nidos de gusanos y hay que tirarlos. El resto de los órganos, como el estómago, los intestinos y el aparato reproductor se tiran a la basura. En la parte baja de la cinta transportadora se pone el cuerpo a punto para su utilización: se despedaza, se separan las extremidades, se eliminan el ano, los riñones y la grasa del riñón, se extraen el cerebro y la médula espinal, etc., luego se pone un sello en los hombros, la nuca, el lomo, la panza y las patas, se pesa y se manda a la nave de refrigeración. Los animales no aptos para el consumo son ‘confiscados provisionalmente’. Poner el sello es un trabajo pesado para los que no tienen experiencia, los cadáveres tibios y resbalosos cuelgan muy altos al final de la cinta y hay que darse prisa si uno no quiere que le hagan polvo, porque antes de llegar a la balanza golpean unos contra otros con mucho ímpetu.
 
Sería imposible decir cuántas veces he mirado el reloj de la sala de descanso en todos estos días. Seguro que no hay un reloj más lento en el mundo que éste. A mitad de la mañana nos permiten hacer una pausa, respirando profundamente corro a los lavabos, me limpio como puedo de sangre y los jirones de carne; tengo la sensación de que todo este pringue y este olor se me han impregnado para siempre. Quiero salir de aquí, irme lejos... 

En este lugar no he podido probar bocado. Las pausas las paso fuera, da igual el frío que haga, voy hasta la alambrada de espino y me quedo mirando los campos y el límite del bosque, observo los cuervos, o voy al centro comercial al otro lado de la calle, allí hay una pequeña panadería donde puedo calentarme con una taza de café. Veinte minutos después, de vuelta a la cinta de producción.

Comer carne es un crimen. Ninguna persona que coma podrá volver jamás a ser mi amigo. Jamás. Nunca jamás. Pienso que a todos los que comen carne habría que mandarlos aquí, todos deberían verlo, desde el principio hasta el final.

Yo no estoy aquí porque quiero ser veterinaria, sino porque la gente cree que tiene que comer carne. Y no sólo eso: También porque son cobardes. El filete del supermercado, en su paquete estéril, ya no tiene ojos inundados de puro miedo a la muerte, este filete ya no grita. Todo eso se lo ahorran todos los que se alimentan de cadáveres profanados: ‘¡Uy, yo no podría!’
 
Un día, viene un granjero y trae una prueba de carne para el análisis de la triquina. Le acompaña su hijo pequeño, diez u once años quizás. Veo cómo el niño aplasta la nariz contra la ventana, y pienso: Si los niños vieran todo este horror, todos estos animales asesinados, ¿no habría todavía esperanza? Oigo exactamente cómo el chico llama a su padre. ‘¡Papi, mira! ¡Qué guay! La sierra grande esa de ahí.’ – Por la noche en las noticias de la televisión informan en el programa ‘Informe XY sin resolver’ sobre un crimen en el que una chica fue asesinada y descuartizada y el inmenso horror y desprecio de la población ante esta atrocidad. ‘Algo parecido he presenciado 3.700 veces esta semana’, dejo caer. Ya no soy sólo una terrorista, sino que además estoy mal de la cabeza, porque siento horror y desprecio no sólo respecto al asesinato de una persona, sino también por el asesinato de animales, pisoteados miles de veces: 3.700 veces sólo en esta semana, sólo en este matadero. Ser persona – ¿no significa esto decir que no y negarse a ser cómplice de un asesinato en masa – ¿por un pedazo de carne? Qué mundo más extraño. Quizás el mejor destino de todos nosotros lo tuvieron los diminutos terneritos, arrancados de las entrañas de sus madres, que murieron antes de nacer.  

De alguna manera llegó el último de estos días interminables. En algún momento llevo en la mano el certificado de prácticas, un trozo de papel que me ha costado más caro de lo que nunca he pagado por algo. La puerta se cierra, el tímido sol de Noviembre me acompaña por el patio pelado hasta el autobús. Los chillidos y el ruido de las máquinas se atenúan. Cuando cruzo la calle gira un camión grande de transporte de animales y entra en el matadero. Cerdos apretujados en dos pisos.

Me voy sin volver la vista atrás, ahora he sido testigo y quiero tratar de olvidar para poder seguir viviendo. Que luchen los demás; a mí me han quitados las ganas en este lugar, la voluntad, la alegría de vivir, y las han cambiado por culpa y paralizante tristeza. El infierno está entre nosotros, multiplicado por miles, día a día. Pero aún hay una cosa que podemos hacer cada uno de nosotros: Decir que no. ¡No, no y no!” 


(Fin del informe de la veterinaria Christiane Haupt)

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