Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

jueves, octubre 22

Presismo y anarquismo. La "lucha anticarcelaria" en el gueto hasta la campaña contra los F.I.E.S.

El sistema penal es de alguna manera la primera línea de la amenaza, pronta a convertirse en violencia, que el régimen de dominación hace pesar permanentemente sobre los oprimidos para imponerles sumisión. Y, por tanto, también en cierto modo, la primera línea de la resistencia frente a ella. Sería lógico, pues, que los autodenominados “anarquistas” —para ellos mismos al menos, los principales enemigos de dicho régimen— prestaran gran atención a los conflictos concretos que pudieran producirse en esa primera línea. La autodefensa contra el sistema penal es parte fundamental de la tradición anarquista. Por ejemplo, en las primeras décadas del siglo XX, la solidaridad con los presos, junto a las expropiaciones y la lucha abierta con la policía y con los pistoleros de la patronal, era el centro de la actividad de muchos grupos de afinidad. En el 36, como una de las primeras medidas tomadas desde abajo en la revolución que hizo frente al alzamiento militar, los anarquistas abrieron las cárceles. Sin embargo, los que ocuparon posiciones de poder en el Estado republicano, entre otras muchas opciones netamente contrarrevolucionarias, contribuyeron a volver a llenarlas o lo consintieron, incluso cuando eran los mismos anarquistas quienes iban presos. García Oliver fue ministro de justicia, máxima autoridad carcelera y, según se dice, uno de los inventores de los campos de concentración. Además de que, como muchas otras organizaciones del bando republicano, la CNT tuvo también sus “checas”, cárceles informales donde se encerraba, se interrogaba y se juzgaba sumarísimamente a los sospechosos de connivencia con el enemigo, que muchas veces eran ejecutados, y hubo participación de anarquistas en las “sacas” de presos “facciosos” para ser fusilados.
 
Acercándonos más al presente, desde la muerte de Franco, salvo honrosas aunque contadas excepciones, la presencia de los anarquistas en esa primera línea ha sido bien poco relevante, no pasando casi nunca de testimonial, ideológica, propagandística… Y, desde luego, algo que ha brillado por su ausencia desde entonces es un análisis estratégico del campo penal, lo cual no es de extrañar, ya que la indigencia teórica concuerda con la impotencia práctica. Ese análisis sólo podría realizarse integrado en un relato de las luchas concretas, que contribuya a la conciencia de las mismas, a la reflexión sobre la experiencia que proporcionan y a la permanente discusión de los proyectos a realizar, los objetivos concretos que hay que intentar alcanzar, los medios que se necesitan y se pueden desarrollar para ello, sobre su eficacia y los errores y aciertos en su empleo. La falta de eso es un buen indicador de la verdadera situación del pretenciosamente llamado “movimiento anarquista” en esos años. 
 
Un indicador, entre otros, de su inexistencia o de su existencia meramente aparente, objetivamente espectacular, subjetivamente delirante, de su condición de ficción efectiva que aspira a compartir la explotación de la realidad en libre concurrencia con tantas otras mentiras. Sin que eso quiera decir que no existan verdaderos anarquistas, sólo que no se ha notado apenas su presencia, al menos en la crítica práctica de la maquinaria social punitiva. No vamos a analizar las miserias del anarquismo contemporáneo más que en la medida en que afectan directamente a nuestro tema, pero es necesario decir que esta corriente revolucionaria, anonadada por la contrarrevolución triunfante, se ha visto casi totalmente desplazada del espacio que ocupaba antaño en la conciencia colectiva por diversos sucedáneos, que han venido a confluir finalmente en el llamado “gueto político”. El anarquismo, si no es acción y estrategia revolucionarias, sólo es un esperpento del pasado. Lo que, al menos en relación con las agitaciones en torno a la cuestión criminal, se ha venido autodenominando “movimiento anarquista”, en una actitud típicamente narcisista de megalomanía compensatoria, no es más que ese gueto, o un sector de él, cuya característica más esencial es que no quiere superar su impotencia, sino ser feliz en ella. Porque, desde luego, sin dejar de sentir respeto por los muchos militantes honrados que nos consta hay en ellas, no tenemos intención de conceder la menor credibilidad al “anarquismo” oficial de la CNT, la CGT y otras “organizaciones”, cuya práctica se ha podido calificar en muchas ocasiones como anarco-estatismo o anarco-colaboracionismo. Aunque hayan existido y continúen existiendo intentos y situaciones que no desmerecen del anarquismo histórico, no se puede decir que, ni en conjunto —ya que no ha habido cohesión entre ellas— ni por separado, formen todavía un movimiento, y pocas veces se ha expresado en las mismas la menor pretensión al respecto. Hasta hace muy poco, lo que se ha venido llamando “movimiento anarquista” era en realidad el gueto, el cual no es ningún movimiento, ya que no va a ninguna parte. Su actividad ha sido siempre activismo, rodar en la noria, aunque fuera con trayectorias laberínticas. Tampoco participa ni ha participado jamás en ninguna lucha real, sus luchas han sido aparentes, espectaculares, virtuales… pantomimas ante el espejo. Carece de auténtica autonomía o autoorganización, ya que en él nunca ha habido reflexión ni verdadera decisión, sino un rebaño de niños perdidos conducidos por una especie de animadores socio-culturales. Sus asambleas se consolidaron hace tiempo como rituales donde se escenificaba la construcción de un consenso logrado previamente, en parte por acuerdo separado entre camarillas dirigentes, en parte por coincidencia tácita entre “militantes centrales y militantes periféricos” en cuanto a las mejores maneras de gestionar unos intereses creados completamente ajenos a la lucha social. El gueto ha servido más bien, entonces, como laboratorio para procedimientos de manipulación y recuperación, utilizado por la izquierda partitocrática, por la “sociedad civil”, por la propaganda “antitrerrorista” o por quien fuera, como avanzadilla supuestamente radical, como carne de cañón o como chivo expiatorio, fantoche de la subversión o de la rebeldía juvenil derrotada de antemano. Su clientela ha estado siempre mayoritariamente integrada por jóvenes narcisos en busca de sí mismos, individuos aislados como otros cualesquiera, fragmentos de la masa social perpetuamente movilizada hacia ninguna parte. No importa nada si quienes les guiaban decían ser anarquistas, independentistas, bolcheviques, demócratas, activistas contraculturales, promotores del show bussines alternativo, partidarios del neocapitalismo cooperativista, o algún híbrido. Por otra parte, el hecho de que haya muchas cuestiones importantes de las que durante mucho tiempo no se ha hablado más que en el gueto, el cual parece por eso su único heredero, no quiere decir que sea allí donde se están planteando o vayan a plantearse realmente. Entre otras razones, porque una de sus características esenciales es una forma peculiar de falsa conciencia, de engañarse a sí mismo, conectada directamente con unas determinadas maneras de comportarse. Una especie de “cultura”, o “contracultura”, juvenil que recoge una parte de la herencia en descomposición de la extrema izquierda político-sindical. Como nunca se dio en el gueto una verdadera crítica del izquierdismo, ni teórica ni práctica, sus habitantes siguieron “pensando” ideológicamente, según las directrices elaboradas por algunos expertos de andar por casa, o simplemente asumidas de manera tácita, impregnadas, por así decirlo, en el conjunto de rituales que servían al rebaño juvenilista para autoafirmarse, y nunca cuestionadas. Los continuos “debates”, charlas, publicaciones, etc. sólo sirvieron finalmente a los más espabilados para elaborar los discursos que les permitieran “explicarlo todo” y manipular suavemente a sus seguidores. El gueto tiene poca sustantividad. Además de esa ideología desustanciada, posee una materialidad precaria, volátil, lo cual podría ser una virtud en lugar de un defecto si la gente que lo habita fuera un poco más sólida, lúcida y creativa. 
 
Sería mejor hablar, entonces, de un efecto gueto, resultado de una serie de factores que habría que describir con alguna exactitud para intentar hacerles frente. En todo caso, no es lo que es sólo porque esté sometido a unas determinadas condiciones materiales de existencia: un cierto número de personas encerradas en uno o varios espacios. Es, más bien, una actitud, una “mentalidad”, compartida uniformemente entre un número variable de personas, adoptada tal como se producen estos fenómenos en una sociedad de masas: los individuos-átomo que la forman no son nada y pueden serlo todo… momentánea, aparente, superficialmente… todo aquello de lo que sean capaces de procurarse las señas de identidad correspondientes; normalmente, a través del trabajo y del consumo alienados. Pero hay medios “alternativos”, los cuales, al fin y al cabo, poco se diferencian de los otros si su finalidad es la misma: lograr una identidad, asegurarse unas condiciones de existencia en el mundo del Capital, en la sociedad del espectáculo. Lo cual implica reconocerlo como el mundo verdadero, entrar en un toma y daca, negociar con él, traducirse a su lenguaje. 
 
Uno de los aspectos más destacados de esa mentalidad sería la autocomplacencia, una especie de narcisismo colectivo, cuyo principal resultado consistiría en la reproducción rutinaria de una especie de medio social que no quiere llegar a nada más que a sí mismo, un “ambiente” donde medran una serie de individuos y grupos satisfechos de ser lo que son y como son, quizá con razón, ya que demuestran mayor capacidad de adaptación al modo de vida dominante que muchos de los supuestamente integrados. En la generación, por tanto, de una red de intereses particulares dispuestos a negociar con la dominación las condiciones para el mantenimiento de un lugar a su sombra. 
 
Pero hoy, cuando el Capital y el sistema tecnológico han logrado configurar todos los aspectos de la vida, moldeando a su antojo al mismo tiempo a los individuos, no es posible trasformar el mundo sin empezar por la transformación tanto de aquéllos como de las relaciones entre ellos. La autocomplacencia está contra eso. Hoy en día, la primera condición de toda crítica es la autocrítica. El primer policía que hay que matar sigue siendo el que todos llevamos dentro. La dominación sabe que, de momento, no puede acabar definitivamente con la rebeldía, así que prefiere tenerla controlada en un reducido espacio, definida con unas cuantas etiquetas, manipularla desde dentro y desde fuera y hacerla servir a sus intereses. Una de las causas objetivas de la existencia del gueto es la marginación que sufren en esta sociedad precisamente determinados planteamientos críticos, radicales o utópicos. Últimamente se impone a menudo la idea errónea de que para salir del gueto hay que rebajar esos planteamientos. Pero otro de los aspectos de esa idiosincrasia guetista, principal factor subjetivo de aquellos por los que se produce y reproduce el efecto gueto, contrarrestando decididamente el cual se podría hacer mucho para debilitar el conjunto, es cierto “malditismo”, una tendencia a adaptarse a las condiciones de esa marginación haciendo de la necesidad virtud, a acomodarse en el estrecho espacio que nos dejan y consi- derarlo “nuestro”, para luego negociar las condiciones de su propiedad, entrar en un tira y afloja con el enemigo, que es en realidad quien los marca, solamente para mantener o ampliar esos límites. A los anarquistas les correspondería inventar otro lenguaje, ir construyendo ese mundo nuevo que dicen que llevan en sus corazones, no existir en la realidad dominada, ni positiva ni negativamente, ya que en ella la ideología anarquista, cualquier ideología, no es más que palabrería, una versión más, en concurrencia con otras muchas, de la única realidad de la que todas hablan, aunque parezca que lo hacen de realidades diferentes, de mundos utópicos, siendo el mundo del Capital y el Estado el que de hecho describen y contribuyen a reproducir, y del cual aspiran a delimitar, patentar y explotar algún fragmento. Algunos de los habitantes de la parcela que se ha dado en llamar “gueto radical” han llegado a identificarse con el esperpento mediático-policial del anarquismo, con sus bombas que sólo hacen puf, una especie de “mano negra” postmodernizada. Sin embargo, por mucha pólvora que se queme y por mucho que se salga en los “medios de formación de masas”, el gueto no se parecerá más al movimiento anarquista histórico, salvo como caricatura. Su verdadera función, al servicio de la dominación, ha sido hasta ahora la de “guardería del viejo mundo”, para tener a los políticamente rebeldes controlados en unos espacios donde debían quedar encerrados y al mismo tiempo visibles. O sea, la de un módulo o un régimen de vida más dentro de la cárcel social. Luchar contra la cárcel, para quienes viven en él, es en primer lugar, luchar contra el propio gueto, contra los factores que lo constituyen, cuyo conjunto es, precisamente, el de todo lo que les impide el acceso a un planteamiento verdaderamente radical de los problemas sociales. 
 
Es verdad que, además de algunas reflexiones serias y situaciones de enfrentamiento real con la dominación y con las consecuencias del desarrollo capitalista, existen ateneos, centros sociales, proyectos autogestionados… periódicos, revistas, páginas web, emisoras de radio, editoriales, librerías… distribuidoras anticomerciales, grupos de rock, colectivos, coordinadoras, redes… que hay presencia en movilizaciones de autodenominados anarquistas o tildados de tales, y también que ha habido y hay presos anarquistas, acusados de acciones que se suelen considerar propias de ellos, como poner bombas, preparar atentados, hacer sabotajes o conspirar para ello, aunque sea, frecuentemente, de una manera que parece más parodia que verdad. El gueto no es ningún movimiento anarquista y no puede luchar por sí mismo contra el Estado ni contra la cárcel, pero se le han de reconocer algunos rasgos verdaderamente anarquistas: asambleas, autoorganización, coordinación horizontal, conocimiento práctico compartido, planteamiento directo y activo de los problemas por los propios afectados, ocupación, autorreducciones, enfrentamientos directos con los intereses dominantes y con la represión, solidaridad, etc. Ese es su lado positivo, lo negativo es que, a causa de que estamos hechos por y para la vida en el capitalismo y de la falta de autocrítica, demasiado a menudo, todo eso se convierte en mera apariencia y, muy pronto, en su contrario, ya que los individuos no se esforzarán por lograrlo si creen que ya lo tienen. El efecto gueto es todo aquello que pugna por mantener esas situaciones por los supuestos beneficios, sean materiales o psicológicos, que proporcionan a las personas que las sostienen, a base de construir y reproducir una identidad en una especie de relación de propiedad con las ideas, los espacios, las colectividades, unos rasgos estéticos… Si hablamos de anarquismo, hablamos de revolución; no de las anécdotas de nuestra propia vida, sino de acontecimientos históricos. El egocentrismo no es más que el núcleo de la personalidad del individuo-masa, del ciudadano consumidor al servicio de la megamáquina explotadora, la de quienes hacen al mismo tiempo su capricho y la voluntad del Capital, pues se configuran a sí mismos comprando y vendiéndose. Su actividad no tiene nada que ver con la acción ni con la construcción del mundo, sino con la “labor de nuestros cuerpos”; no producen sus condiciones de vida, no abren un campo para su libertad, no crean su mundo, ni luchan por ello, solamente sobreviven. No se puede pensar sinceramente en la revolución o en la subversión del régimen de dominación y explotación y ser egocéntrico al mismo tiempo, porque la única manera posible de llevarlas a cabo es cambiar radicalmente los contactos, intercambios y acuerdos personales que están en la base de las relaciones sociales, poner la solidaridad en lugar de la lucha de todos contra todos capitalista. Eso sería lo propio del pensamiento y la acción histórica consciente, de la praxis revolucionaria, del anarquismo. Lo propio del gueto no es la reflexión y el debate permanentes, generalizados, extendidos horizontalmente entre individuos y grupos de base, estableciendo una y otra vez la comunicación directa entre ellos y de la teoría con la práctica, la lucidez estratégica, el conocimiento del campo en el que te mueves, la memoria, la reflexión, el proyecto compartido, la discusión libre, la decisión en pie de igualdad, la autoorganización… Lo propio del gueto es lo propio de los individuos atomizados, criados por y para una sociedad de masas: ser movilizados de forma alienada, como consumidores o subtrabajadores; seguir modas, repetir y obedecer consignas o slogans, consumir desperdicios infraideológicos; actuar sin reflexión ni diálogo, por inercia inconsciente, disfrazada complacientemente de esponta- neidad… Así que ese debate no puede empezar si no empieza, primero o a la vez, una autocrítica radical, o lo que es lo mismo, una crítica de qué y cómo es el gueto, de cómo se configura y mantiene, de cómo ha llegado a ser lo que es y cómo se sostiene, de los factores concretos que lo constituyen como objeto o entidad sustantiva y en nuestra propia existencia individual y colectiva. Nuestro tema no es, pues, el de las relaciones de un supuesto “movimiento anarquista”, por demás inexistente, con una “lucha anticarcelaria”, de dudosa existencia a su vez, sino la relación de un cierto “gueto político” con unos intentos de lucha determinados y concretos, llevados a cabo por un puñado de personas presas, así como la suerte corrida por aquéllos y, en relación con ella, la influencia positiva o negativa de la participación guetista. Desde los orígenes del gueto en la segunda mitad de los 80 hasta que a finales de los 90 se inició la llamada “lucha contra el FIES”, la “lucha anticarcelaria” se limitó en “sus espacios” a la mera propaganda: carteles, charlas, programas de radio, letras de rock radical, fanzines… algún acto testimonial que se convertiría pronto en rutinario, como aquellos pasacalles navideños, petardos incluidos, alrededor de las cárceles de algunas ciudades, cuando aún estaban dentro de los cascos urbanos. Muy temprano, esa especie de marketing político entró en una relación ambigua con el clientelismo asistencialista de la extrema izquierda, reciclada en parte, después del estrepitoso fracaso de su apuesta electoralista, en proyectos de autogestión tutelada de la miseria, a ser posible subvencionada, y con la llamada “sociedad civil” surgida alrededor de la práctica correspondiente. Lo cual dio lugar a una especie de híbrido, la “coordinadora de organizaciones de solidaridad con las personas presas”. Los elementos de la mezcla, sin olvidar la presencia de la iglesia, fueron algunos colectivos sociales surgidos al socaire de la “política social” de la izquierda partitocática, y varias ONG —recién inventadas oficialmente, aunque algunas pioneras llevaran ya algunos años funcionando—, subvencionados casi siempre, unos y otras, según las necesidades gubernamentales e integradas, sin que faltaran los curas, por profesionales o semiprofesionales del ramo jurídico o de la asistencia social, más algunos “voluntarios” y “militantes”; y además, unos cuantos grupos “antirrepresivos” formados en el recién nacido gueto radical juvenil, dedicados, como casi todos los “colectivos” de aquella época, más a la publicidad que a ningún otro tipo de actividad, e instrumentalizados por las organizaciones asistencia- listas cristianas o izquierdistas, dado su absoluto desconocimiento del campo penal y penitenciario y la necesidad consiguiente de ser guiados en él. Su actividad en común, siempre bajo la dirección de los “expertos”, no superó nunca un cierto campañismo, una serie de rutinas —carteles, charlas, publicaciones, concentraciones, artículos de prensa, alguna actividad “académica”, y, en el mejor de los casos, algo de “acción jurídica”, asesoramiento legal, etc.— heredadas de la práctica democráticamente autolimitada de la extrema izquierda electoralista y de los “sindicatos alternativos”, de la que unos no podían salir de ningún modo aunque hubieran querido y a los otros no les interesaba otra cosa. En las redes clientelares de la “lucha contra la exclusión” y el asistencialismo alternativo, esos procedimientos, útiles para “visibilizar” las “problemáticas” en las que medraban, eran también a menudo un recurso para cuando veían en peligro los salarios y subvenciones asignados por las administraciones públicas. En el gueto, fundado y tutelado también por elementos de esa “izquierda revolucionaria” fracasada, en busca de algún terreno que explotar, dieron lugar a la faceta “anticarcelaria” de esa propaganda ideológica que constituía casi su única actividad, aparte de la ocupación. No es que en esos momentos no existieran luchas anticarcelarias reales. Las hubo, y virulentas, como los intentos de fuga por la brava que se fueron propagando en progresión creciente desde los primeros 80, para los que a menudo se tomaban rehenes, sobre todo entre los carceleros, y que solían acabar, cuando fracasaban, reteniéndolos durante algún tiempo para forzar la atención de autoridades y periodistas y denunciar las condiciones infrahumanas en que se mantenía a los presos. O los motines reivindicativos de la Asociación de Presos en Régimen Especial, contra los departamentos carcelarios de tortura institucionalizada. Pero fueron aplastadas ante la indiferencia de los supuestos radicales, que no alzaron la voz ni una sola vez en su defensa. Otorgaron callando su aquiescencia al discurso oficial, que presentaba a los presos en lucha por su dignidad como verdaderos monstruos antisociales e infrahumanos, o bien, como mucho, en actitud paternalista y sin comprender lo más mínimo la resistencia de los presos como lucha social, ofrecieron una asistencia más afectiva que otra cosa, poniendo en juego de vez en cuando, con reticencia y arbitrariedad, sus limitados recursos. Actitud típica de una izquierda autoritaria disfrazada superficialmente de “autónoma” que llamaba, por ejemplo, “luchar contra la heroína” a impedir violentamente la entrada de los yonkis en sus centros sociales, o medraba fomentando la división entre supuestos militantes politizados, hijos de la clase media izquierdista, y “kostras” o “pies negros”, a los que se marginaba y perseguía, cuando no se necesitaba utilizarlos como carne de cañón. La cosa permaneció así hasta que, a mediados de los 90, los “ambientes libertarios” se vieron sacudidos por las polémicas suscitadas por la solidaridad con un grupo de atracadores anarquistas detenidos en Córdoba, a la salida de un trabajo, después de un tiroteo donde la policía llevó la peor parte, y por sus llamamientos desde la cárcel a apoyar la resistencia frente al régimen FIES, instaurado para reprimir esas ignoradas luchas que hemos mencionado antes, resistencia en la que habían coincidido con cierto número de presos sociales, muchos de ellos veteranos de aquéllas. La llamada de los presos FIES no cayó en ningún movimiento anarquista sino en esa red de asociaciones “garantistas” y en ese “movimiento juvenil” tutelado por burócratas demócrata-bolcheviques o anarco-colaboracionistas. En cuanto al “Movimiento Libertario” oficial, al ostentar la patente espectacular del anarquismo, la CNT, las Juventudes Libertarias, etc. han sido siempre, entonces como ahora, punto de parada de alguna gente joven que, sintiéndose anarquista, iba buscando a los suyos, y fue la que recogió el llamamiento. Como se puede ver en uno de sus primeros comunicados, enviado por el “colectivo de presos en aislamiento de Soto del Real”, la llamada de los presos en lucha iba dirigida por igual a las organizaciones legalistas y a los anarquistas, considerando a unas y otros, junto con los presos mismos, parte de un “movimiento de resistencia”, cuya mera existencia era “en sí misma una victoria”. “Nos interesa tanto la sensibilidad y las ideas de Madres Unidas Contra la Droga, como las de los grupos abiertamente anárquicos, y os interesa conocer la opinión de los que padecen la cárcel. Creemos indispensable un acercamiento real a los planteamientos e inquietudes de los presos. Nos parece fundamental que la lucha se articule en torno a quienes vivan la represión. En el caso contrario el movimiento corre el peligro de dar vueltas sobre sí mismo hasta convertirse en un nuevo movimiento de beneficencia”. En el texto, después de unas notas estratégicas, para situarse a escala internacional frente al momento vigente de evolución del capitalismo, y de unas reflexiones históricas sobre las luchas del pasado inmediato a las que el enemigo había respondido con la manipulación mediática, la imposición del FIES, la construcción de macrocárceles y el incremento de los módulos de aislamiento, proponían “la creación de un espacio en el cual cada cual pudiera expresarse y participar en la planificación de la lucha contra la cárcel”, con intención de superar la “carencia de eficacia a la hora de obtener resultados” dentro y fuera y el “sentimiento de impotencia” resultante, espacio que “implicaría una autocrítica de los medios empleados y por lo tanto un no estancamiento de los mismos”. Se trataba de tejer “una red de comunicación” que les permitiría “romper con no pocos estereotipos y enriquecernos mutuamente”. “Unificarnos a partir de nuestras diferencias es el único modo viable de hacer frente a la represión”, decían. Salvo por su creencia en que se dirigían a un “movimiento alternativo” idílicamente bien avenido, con el que directamente iban a poder coordinarse y en la existencia dentro de él de grupos anarquistas con los que no necesitaban apenas hablar para pensar todos los mismo, la propuesta de los presos era lúcida, coherente y medida. Pero sobre ellos imperaban ya las condiciones de atomización logradas por medio de las macrocárceles, el FIES, los módulos de castigo y la llamada dispersión. De manera que no podían mantener la cohesión entre sí sin apoyo de la calle. Como ellos mismos decían: “En los aislamientos no nos falta combatividad. Nos falta coordinar nuestras propuestas. Vosotros, desde el exterior podéis ayudarnos a organizarnos, y, a partir del mencionado espacio, juntos promover acciones y reclamar que se cumpla la legalidad. Con vuestro apoyo creemos posible erradicar las torturas y malos tratos. Tenemos la convicción de poder hacer frente a los abusos, pero os necesitamos, nada podemos hacer sin vosotros salvo seguir pudriéndonos en la celda”. Las diferentes camarillas receptoras del mensaje se ocuparon más de sus propios intereses particulares disfrazados de generales que de hacer lo necesario para que se pudiera abrir ese “espacio de lucha” y que las redes de comunicación y apoyo surgidas espontáneamente se extendieran y consolidaran. La “lucha contra el FIES” coincidió con un relevo generacional en el gueto, con el consiguiente enfrentamiento entre dos grupos de edad. Uno de ellos, el más antiguo, representado por quienes hasta entonces habían partido el bacalao en él, que se identificaban con la coordinadora, con sus procedimientos legalistas y con la tendencia, de estirpe leninista, a crear organizaciones de ámbito estatal, centralizadoras, con una estructura marcada que los burócratas pudieran manejar. Y, por otra parte, la gente más joven, que se apuntó a la moda de la “organización informal” y la “lucha insurreccional”. 
 
Aunque más limpia en la relación con los presos, era también muy ignorante y cayó fácilmente en una euforia por la que mitificaba a los presos así como su propio “movimiento” y después, por las mismas, en todo lo contrario. Ni los “reformistas” ni los “radicales” estuvieron a la altura del momento, ni cumplieron suficiente y duraderamente las funciones de difusión, coordinación, movilización, apoyo jurídico y afectivo, etc. que hubieran podido contribuir a que la lucha se extendiera. Los dirigentes de la coordinadora y sus corresponsales en el gueto, acostumbrados a hacer de todo por los presos pero sin ellos, no se identificaban lo más mínimo con un grupo de “incorregibles”, anarquistas, atracadores y asesinos, psicópatas y yonkis, así que, inicialmente, su respuesta fue “escasa, cuando no abiertamente hostil”. Con su paternalismo característico, preferían ver a los presos como víctimas, pero, si había lucha, no querían dejar de controlarla, ya que tenían la parcela “anticarcelaria” del gueto como propia. Hicieron lo que pudieron para seguir administrándola, maniobrando además para no perder la tutela de muchos de sus jóvenes feligreses, que se estaban saliendo de madre, sustituyéndoles como figuras paternas por unos cuantos presos de alta peligrosidad. No es que no se dedicaran a otra cosa; los “colectivos” y asociaciones que integraban la coordinadora, además de labores asistenciales, hacían en conjunto un trabajo de “denuncia pública” de la situación de los presos toxicómanos y enfermos de SIDA, de las torturas y muertes en prisión, incluso del FIES. En este caso, sin embargo, asumieron un papel nefasto: en un momento en que parecía tomar impulso una corriente de movilización anticarcelaria más amplia, en lugar de ayudar desinteresadamente a su formación, ellos quisieron encauzarla, intentando encabezarla al principio, atribuyéndose la organización de acciones colectivas que habían sido iniciativa de los presos; traducirla después a su lenguaje ciudadanista con propuestas de pacificación; sabotearla en todo momento, desaconsejando a algunos presos la participación en ella, colaborando en la criminalización de los “radicales”, boicotenado las propuestas de movilización conjunta… Llegaron a convocar una huelga de hambre sin contar con los presos y, ante la poca respuesta, utilizaron los “medios de comunicación alternativos” para hinchar desmesuradamente las cifras de participación, lo cual fue un duro golpe para la moral y la confianza tanto de los presos como de quienes les apoyaban, al poner bruscamente de manifiesto la irrealidad del “movimiento”. Años después, aún se atribuían todo el mérito de la “lucha contra el FIES”, basándose sobre todo en un recurso contencioso-administrativo presentado por las “madres unidas contra la droga”, que en realidad no sirvió de nada más que como elemento para la escenificación de un “debate público”. Porque el FIES estuvo en vigor durante 18 años de modo “alegal”. Cuando el supremo, al fin, sentenció que la circular que lo había instituido era ilegal, ya el FIES se regía por otra circular, distinta pero con el mismo contenido, y enseguida se incluyó en el Reglamento Penitenciario, se legalizó, y asunto concluido. Pero la herramienta represiva nunca ha dejado de estar en manos de los carceleros. Los jóvenes “radicales” respondieron con mucho más entusiasmo, pero en lugar de decirles a los presos que ellos no formaban parte, todavía al menos, de ningún “movimiento de resistencia”, se quisieron creer el halagüeño reflejo que aquéllos les ofrecían, de manera que, desde el principio, las ilusiones de unos alimentaron las de los otros. En apoyo de las huelgas de hambre o de patio y otras acciones reivindicativas de los presos, mientras los reformistas pugnaban por controlar la situación imponiendo su dinámica legalista, los “grupos anárquicos” que querían ser independientes de los buró- cratas, aparte de las concentraciones y manifestaciones —para las que eran poca gente, visto que los del otro sector se negaron a colaborar en su convocatoria y organización— no supieron inventar otra táctica que la de los pequeños atentados dispersos, incluidos los vergonzosos paquetes-bomba, que dieron lugar a nefastos montajes mediático-policiales. Maneras de actuar para las que tampoco estaban preparados y que pusieron en práctica de una manera descoordinada y sin un mínimo criterio estratégico. El discurso de la coordinadora, supeditado a su propia estrategia contemporizadora, poco tenía que ver con el de los presos, pero los “anárquicos” carecían de cualquier discurso o estrategia que no fuera la nueva retórica “insurreccional” ibérica. Sin iniciativa propia, se nutrían de los comunicados de dentro, mucho más lúcidos y realistas aunque coincidieran en parte con ese lenguaje, mitificados pero mal comprendidos, y de consignas que se reducían al llamamiento a esa “violencia difusa” que luego no sabían ejercer más allá de lo débilmente simbólico. Tampoco supieron separar las acciones ilegales de las que eran necesarias para establecer y sostener las redes de comunicación, que se vieron, por tanto, acosadas por la policía, y afectadas por detenciones y montajes, con la aparición estelar del fantasma del “terrorismo anarquista”. Hasta que cundió el pánico, entre personas más bien inconscientes que se habían tomado la cosa como un juego. Se dispersaron, con muy pocas y respetables excepciones, demostrando en su mayor parte falta de verdadero compromiso, y la moda presista remitió hasta casi desaparecer, con la misma rapidez con que había venido. Fueron cerca de dos años bregando por extender la lucha, con varios intentos de coordinar acciones colectivas dentro y fuera, para sustentar una tabla reivindicativa que intentaba incluir también las necesidades de los presos de segundo grado, centrándose en los conocidos tres puntos (“ni FIES ni dispersión ni enfermos en prisión”) a los que se añadió más tarde el de la limitación de las grandes condenas. La participación —en la primera huelga de hambre colectiva de cuatro días, en marzo del 2000— no pasó de un máximo de 300 presos, según los cálculos más optimistas, cifra que no hizo sino disminuir, con un grupo de irreductibles de unas 30 personas. En la calle, salvando las distancias, se puede hablar de una participación parecida, tanto en el número total como en la proporción entre implicaciones circunstanciales e incondicionales. Pero el “espacio de lucha” abierto en un principio, al tiempo que se desmoronaba fuera ante el acoso policial, se vio sometido a una fuerte presión por parte de la administración carcelera, que hizo lo necesario, torturas incluidas, para dispersar a los presos, minar su moral e interceptar las comunicaciones entre ellos y con el exterior. En lugar de ampliarse, se disipó de la noche a la mañana, salvo en lo que concierne a una exigua minoría. No se logró ningún objetivo; la situación en la cárcel empeoró por las represalias y medidas tomadas para impedir la unión. El movimiento anticarcelario no se desarrolló en la calle, sino que se debilitó hasta prácticamente desaparecer: el motín de la cárcel de Quatre Camins, en mayo del 2002, la brutal represión y la insignificante reacción solidaria señalaron su final. 
 
No hubo debate, ni autocrítica, ni balance de ninguna clase, aparte de los comunicados de algunos presos y la crítica “anarquista” del presismo. No se aprendió nada. Que soplaran en el anquilosado “movimiento okupa” vientos de descentralización, que los administradores patentados de la ideología anarquista mostraran de pronto su verdadero rostro burocrático y legalista oponiéndose a la solidaridad con los presos anarquistas, o que los subrepticios dirigentes de la “coordinadora Lucha Autónoma” dieran muestras de un repugnante oportunismo, y que algunos jóvenes militantes libertarios decepcionados y unos cuantos “autónomos” de barrio decidieran como reacción seguir, como bastantes jóvenes okupas cansados también de soportar a sus vanguardias informales, la moda insurreccionalista, no les había ayudado a superar las maneras de ser básicas de los seguidores de modas: ideología en vez de pensamiento, activismo ciego, preferencia por la ficción frente a la realidad, exhibicionismo… La defensa de los presos fue uno de los motivos que les hicieron rebelarse contra sus tutores. O al menos sus antiguos pastores les dejaron solos en esa lucha. Pero eso no les proporcionó la experiencia o la inteligencia que la pertenencia al rebaño juvenilista no les había proporcionado. 
 
Así que reprodujeron las formas de comportarse aprendidas en ella: en sus asambleas tuteladas y manipuladas por burócratas, el pensamiento crítico individual, el diálogo abierto y la construcción a partir de la experiencia común de una conciencia colectiva eran imposibles, había que conformarse, pues, con las consignas infraideológicas pergeñadas por mediocres especialistas y actuar sin pensar, por inercia, confundiendo el capricho y la rutina con la espontaneidad, el mimetismo con la coordinación, el narcisismo individual y colectivo con la autonomía, el campañismo con la lucha social, el deseo de figurar en el espectáculo capitalista con el ímpetu subversivo… Para el caso que nos ocupa, la peor inercia de ese “movimiento juvenil” hijo de “una generación educada por el espectáculo”, además de la sumisión a una estética barata, podría ser el “inmediatismo”: la ansiedad de satisfacer urgentemente los deseos típica del consumidor, ya que tanto el trabajo de los anarquistas como el de la lucha anticarcelaria se han de plantear a largo plazo. Hace tiempo que un significado preso anarquista, Claudio Lavazza, uno de los de Córdoba, señaló claramente, poniendo el dedo en la llaga, la necesidad de un debate de balance y reflexión sobre la “lucha contra el FIES”, pero ese debate, casi 10 años después de su propuesta, apenas se ha iniciado, al menos en la calle. Entre algunos presos sí que ha existido una cierta continuidad en la discusión estratégica, al hilo de los intentos de lucha que se han dado, pero en el exterior ha pasado prácicamente desapercibida, a pesar de que se le ha dado suficiente publicidad. Los “militantes anticarcelarios” han hecho oídos sordos a esas aportaciones, que no han recibido de ellos ni una sola respuesta directa. Sin memoria, ni diálogo, ni reflexión se han repetido una y otra vez los mismos errores de aquel “intento fracasado de lucha”: activismo; irrealismo; primado de las apariencias y afán de protagonismo; ambigüedad con respecto a los típicos comportamientos reformistas de la izquierda, debida a la total ausencia de crítica real, con la consiguiente dependencia táctico-estratégica; falta de pensamiento crítico, de capacidad de reflexión y hasta de sentido común; frivolidad y egocentrismo en el uso de la violencia… maneras de comportarse típicas del gueto. Lo que hizo éste —no podía ser de otra manera— fue negarse a pensar, empecinándose en una estupidez satisfecha de sí misma, al menos en lo que toca a la lucha anticarcelaria. Lo cual es fácil de entender, pues, pese al gusto del gueto por el victimismo, el Estado había sido siempre bastante indulgente con sus actividades ilegales y, así, nada obligaba a estos hijos de la “clase media” a afrontar el análisis de la represión estatal, del sistema penal y la autodefensa frente a ellos. Y precisamente de eso trata, en primer lugar, nuestra crítica: no es que rechacemos tal manera de actuar o tal otra, lo que rechazamos es la acefalia, el espontaneísmo inerte, y más aún esa actitud autocomplaciente que valora por encima de todo la autoexpresión, tildando demagógicamente la racionalidad estratégica de “utilitarismo”. Ese egocentrismo disfrazado de romanticismo idealista y sentimentaloide no es más que un síntoma de narcisismo, la patología que sufre el idiota, separado del mundo, de sus semejantes e incluso de sí mismo, que confunde sus fantasías con la realidad, o pretende hacerlas realidad, lo que viene a ser lo mismo. El caso es que el debate y la reflexión estratégica sobre la lucha anticarcelaria en el territorio dominado por el Estado español han estado casi totalmente ausentes de los “medios radicales”, ausencia favorecida además por la presencia de pseudorreflexiones, discursos ideológicos, engañosos y simplistas, que ocupan el espacio y acaparan las energías necesarias para la búsqueda de la verdad. El término “presismo” se popularizó en el gueto a raíz de la publicación de un artículo, “El fin de las cárceles es el fin del presista”, en el 2002, una mirada afilada en medio de toda esa confusión, a pesar de que adoptaba el punto de vista de un “movimiento anarquista” tan mitológico como pudieran ser las “masas de rebeldes sociales” que poblaban las cárceles en los sueños presistas. 
 
Y pasó con él como con otras críticas al gueto —“Ad Nauseam”, por ejemplo, donde se acuñó, en el 2000, el propio término “gueto”—, que, aunque levantaran ampollas, fueron muy celebradas durante un tiempo como las últimas novedades del mercadillo “antagonista”, los nuevos términos quedaron incorporados al lenguaje guetista, su contenido olvidado muy pronto, y los comportamientos criticados no sólo continuaron vigentes sino que se fueron agravando. De manera que se puede decir que durante años se ha impuesto entre quienes dicen estar contra la cárcel una verdadera ceguera. ¿Es que nadie entre todos los participantes tenía la lucidez mental suficiente para reflexionar sobre la experiencia común elaborando una visión de conjunto y un balance de errores y aciertos? Finalmente, hubo alguna “mesa redonda”, se publicaron un par de reflexiones interesantes sobre el tema, pero no son suficientes, porque las conclusiones no parecen haber calado entre quienes se internan hoy en el mismo terreno. Así que ese “debate sobre objetivos y medios” en la lucha contra el poder punitivo del Estado sólo puede empezar partiendo de las aportaciones de los presos, de la constatación de que en la calle está en sus primeros balbuceos y del análisis de esa ceguera, poniendo en claro sus causas, orígenes y factores constitutivos, así como sus consecuencias. En principio, la cárcel es más vulnerable desde dentro que desde fuera, precisamente en la medida en que la tecnología penitenciaria no logre imponerse sobre la rebeldía de los presos, dividiéndoles, clasificándoles, sometiéndoles a la condición asignada a cada cual por códigos, sentencias, reglamentos y órdenes burocráticas, separándoles entre sí y de la gente de la calle, en la medida en que logren unirse en una lucha por su dignidad y quizá por su libertad. Pero sería aún más vulnerable atacándola coordinadamente desde los dos lados. Al fin y al cabo, la cárcel social funciona poniendo a cada cual en su sitio: los currantes haciendo horas extras o buscando trabajo, enganchados a sus aparatitos electrónicos y a los placeres y servidumbres del consumo y de la propiedad privada ficticia; los delincuentes en el talego —reglamento, tratamiento, régimen—, participando en “actividades terapeúticas”, sobreexplotados en trabajos superalienantes, tirados en los patios y anulados por el hastío y las drogas, o aislados en los departamentos de máxima crueldad. Los anarquistas podrían haber contribuido a lograr esa unión, a sabotear todo ese proceso de atomización, pero no sin enfrentarse al efecto gueto, a los factores que les separaban entre sí, del resto de la gente y de cualquier enfrentamiento real con la dominación y la explotación. Como decían los presos FIES de Soto del Real: “Es indudable que un hombre o una mujer que no se deja absorber por la masa, posee una riqueza creadora capaz de aportar nuevos métodos reivindicativos e ideas que nos permitieran fortalecernos”. Por desgracia, eso no coincide con lo ocurrido realmente. Reflexión de la que enseguida se sigue que ni el gueto ni los autodenominados “anarquistas”, han tenido, por mucho que digan, más protagonismo en las luchas o intentos frustrados de lucha subsiguientes a la campaña contra el FIES que el que ellos mismos se han atribuido en los típicos relatos esquemáticos y autocomplacientes habituales en sus medios. Lo que ha habido es una relación de complementariedad entre las ilusiones del gueto y las de un grupo de presos que, más que a luchar, se han acostumbrado a aparentar que lo hacían, en una especie de pelea con su propia sombra, al estilo guetista, aunque para sustentar esas apariencias tuvieran que ponerse, por ejemplo, en huelga de hambre o autolesionarse y afrontar las más que seguras represalias carceleras. Todo está basado en un juego de intercambio de fantasías. Primero, los autodenominados anarquistas mitifican a los presos como una especie de vanguardia de la rebeldía social o sujeto revolucionario sustitutivo. Luego, se les hace creer a ellos que existe un “movimiento anarquista” que les apoya y puede proporcionarles una identidad y un reconocimiento como luchadores. Son dos narcisimos que se alimentan recíprocamente, producto ambos de la alienación, del alejamiento forzado de la realidad como proceso constitutivo de las condiciones fundamentales de la vida de todos, del encierro en una dimensión dentro de la versión solidifica- da de esa realidad que se nos impone, cosificándonos, privándonos de la condición de sujetos de nuestra propia vida, es decir, de la autoconciencia, de la voluntad, de la creatividad, de la libertad, de la interrelación directa, del apoyo mutuo, de la comunidad. Anarquista sería, como mínimo, quien luchara por recuperar todo eso sin aplazar su disfrute hasta el momento de la victoria, sino sumergiéndose ya mismo en el conflicto, afrontando la angustia, la perplejidad y el peligro de vivir y ser día a día la nada creadora. No quien se adhiriera compulsivamente a una identidad abstracta, rígida, muerta, de la que se intenta fingir la vida agitando, como el viento un espantapájaros, su cadáver disfrazado y adornado a la última ¡Qué triste desperdicio de energía! Tampoco ha sido nunca el anarquismo lo que algunos se imaginan, una cuestión de capricho individual —interpretación propia de niños pijos— y no va a empezar a serlo porque algunos lo decidan así. Pueden utilizar la etiqueta como les dé la gana, también lo hacen, como lo han hecho siempre, la policía y la propaganda de la dominación. Al fin y al cabo, lo que importa no es el anarquismo sino la anarquía y la lucha por lograrla, importa la acción, los hechos y no tanto las palabras o los gestos. Ahora bien, no hay que confundir con la acción el activismo, por efectista o subido de tono que sea, y mucho menos el activismo campañista, la “guerrilla de la comunicación”, eso sería el viento agitando el espantapájaros. Los problemas reales están aquí, en nuestras propias vidas, y no se pueden plantear siquiera si huimos ante ellos refugiándonos en una identidad ficticia. Tanto el deseo vivo de acabar con la tortura institucionalizada y el poder punitivo como la acción encaminada a abolir el Capital y el Estado se encuentran hoy en una situación de debilidad, casi de inexistencia. El uno y la otra son sólo dos aspectos, el primero incluido en el segundo, de un mismo proyecto: el intento de constituir una colectividad rebelde que llegue a ser lo suficientemente fuerte como para convertirse algún día en revolucionaria, aprovechando las oportunidades que ofrezca el imparable proceso de descomposición social que nos ha tocado vivir, y poder plantearse seriamente esos objetivos, sabiendo que no se puede derribar el régimen de dominación y explotación sin destruir el sistema penal y tampoco viceversa. Tanto la lucha anticarcelaria como el movimiento anarquista tienen todavía que llegar a ser. No se pueden desperdiciar las fuerzas necesarias fingiendo que ya lo hemos logrado. 
 
 
Publicado por primera vez en el número 6 de la revista Argelaga

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