Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, febrero 17

Una perspectiva rural todavía nebulosa

El 5 y 6 de abril tuvieron lugar en Madrid unas Jornadas por la Autonomía de los Pueblos, organizadas por la Plataforma Rural Por un Mundo Rural Vivo, con el objeto de estudiar las consecuencias que tendría para el campo la aprobación de la «Ley para la Racionalización y la Sostenibilidad de la Administración Local», a saber, la pronta desaparición de tres mil pueblos y más de mil mancomunidades y juntas vecinales. La excusa de tan dramático golpe mortal al mundo rural es el ahorro administrativo, que sería mínimo, y es de temer que la realidad sea otra: la apropiación de terrenos comunales y municipales (más de tres millones y medio de hectáreas) para su venta y explotación en proyectos residenciales y turísticos. La agricultura no industrial, sin valor en el mercado, así pues sin viabilidad económica, ha de ser erradicada en provecho de una nueva capitalización del territorio basada en la imagen paisajística y el espectáculo de la naturaleza. La cultura campesina ha de ceder la plaza al parque temático. Aclaremos que Plataforma Rural es una coordinadora reformista que defiende los intereses de los pequeños productores campesinos amenazados por la industria agroalimentaria en el marco de un Estado desarrollista. En consecuencia, no cuestiona las instituciones, sino solamente sus políticas agrarias.
El panorama demográfico de campo es terrible; desde la década de los sesenta del siglo pasado ya han desaparecido más de 9.000 pueblos, concejos y parroquias rurales, y eso sin contabilizar las pedanías, aldehuelas y caseríos, que sin duda multiplicarían esa cifra por tres o por cuatro. Otros miles, con menos de cien habitantes, desaparecerán en el curso de una generación.
La ley «Montoro» simplemente culmina un periodo de sesenta años de crisis del modelo tradicional de producción agraria y de las formas de vida que le eran asociadas. La industrialización y urbanización han sido tan generalizadas que las consecuencias sobre el territorio han sido tremendamente destructivas, perdiéndose en unas cuantas décadas un saber, un patrimonio y una cultura milenarios. En un lapso cortísimo, rasgo específico del Estado español, se ha pasado de una sociedad eminentemente agraria a una sociedad industrial, y la emigración forzosa ha sido tan violenta que ha vaciado el territorio casi por completo, deteriorando irremisiblemente la comunidad rural ancestral, aquella que nos describía Joaquín Costa en «El Colectivismo Agrario», ahora envejecida, residual y marginada. Por debajo de los ochenta años de edad es imposible encontrar un campesino que no tenga una mentalidad colonizada por valores urbanos y productivistas.
La sociedad tradicional campesina, fundada el triángulo integrado agro-silvo-pastoril, desmonetarizada y despolitizada, usaba racionalmente los recursos
territoriales y era capaz de autorreproducirse sin modificar las relaciones sociales, sólidamente comunitarias. Era una sociedad inútil como medio de acumulación de capital precisamente porque dichas relaciones, ancladas en los usos y costumbres, no permitían que la economía llegara a ser una actividad independiente, separada de ella, y por consiguiente impedían que el derecho mercantil la gobernase. Era también una sociedad patriarcal y con iglesias, pero sin Estado. La sociedad campesina se desestabilizó al dejar de apoyarse en el autoabastecimiento y orientarse hacia la producción de excedentes comercializables. El desarrollismo introdujo la moneda, el salario, la maquinaria, los abonos sintéticos, los créditos, los impuestos y finalmente la industrialización. Y con ésta última, la despoblación y la extinción de conocimientos diversos, prácticas consuetudinarias, dialectos, folklore, gastronomía y de todo lo que formaba parte la cultura campesina. No obstante, a la ciudad no le ha ido mejor: la masificación, el individualismo, la explotación económica y el consumismo han sido las lacras de la degeneración de la sociedad  urbana, cada vez más artificial y burocratizada, horriblemente insolidaria y frustrante, insalubre y autoritaria. Por ello se han despertado reacciones, como la «okupación» por desertores de la urbe degradada de pueblos abandonados. Ante el agravamiento de los males urbanos se abre una perspectiva rural todavía nebulosa que ofrece espacios de experimentación comunal creativa donde pueden funcionar los principios libertarios. La búsqueda de territorios a salvo de la especulación desemboca en el descubrimiento de un mundo perdido donde se vivía austeramente pero con pocas constricciones y en simbiosis con el medio. Por eso, la vuelta al agro huyendo de metrópolis inhabitables es antes que nada un proceso de recuperación y aprendizaje.
La construcción de una comunidad en el campo desde la mentalidad urbana, con escasos medios materiales, sin conocimientos suficientes y con la hostilidad de las autoridades (desde 1996 la ocupación de lugares deshabitados es delito) o la de los desconfiados lugareños, es enormemente difícil, y el entusiasmo que la alienta rara vez sobrepasa el par de estaciones. Aunque parezca contradictorio, los nuevos ocupantes no han de romper amarras con las urbes, bien para reclutar nuevos miembros, bien para sostenerse económicamente, pues el mundo sigue siendo enteramente capitalista. Esa ligazón es tan necesaria como
el aire, pues el territorio no sólo se ha de sostener a través de circuitos cortos, grupos de consumo o cooperativas, sino que se ha de defender del tsunami urbanizador y de sus infraestructuras. De igual modo los aglomerados urbanos han de desmantelarse. Y las masas que reocupen el territorio para vivir más libremente y protegerlo de la mercantilización serán masas originadas en las malditas conurbaciones; en definitiva, masas urbanas.

Extraído de la Revista Argelaga

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